Un buen regalo


a la Iron, por china y libertona.


En el verano de 2022 sin saber cómo haría para pagar el alquiler pedí  trabajo en un  hotel de Marsella y cada día me levanté a las seis de la mañana para servir el desayuno. El mismo hotel que un día alojó a E.A. poco después de encontrar un par de obras de una biblioteca de libros liberados. “Yo vi una jirafa de papel maché, enorme, en una calle de Marsella. Una mañana. Y ví una y otra vez los libros que había en la rodilla de la jirafa y elegí uno y lo llevé hasta el cuarto de un hotel marroquí”. 

Y cual personajes de un relato conspiratorio, nuestros destinos se cruzaron en esas estrechas calles de bailanta, tacones lejanos y pasados perdidos. Porque todo parece indicar que la gente viene a esta ciudad a deshacerse de tapujos y alivianar el equipaje. 

Una mañana, cuando aún la jirafa reinaba en el centro de una de las arterias de la ciudad, la dueña del hotel me pidió el favor de cubrir el horario de la tarde. Yo aún no tenía la experiencia del check in, así que un poco nerviosa me puse a revisar los protocolos temiendo olvidar algo, omitir información o ser cuestionada con preguntas de las que no conozco la respuesta.

Abrí el ordenador para familiarizarme con la historia de mis futuros clientes y ahí la ví. G.C.C. Me dije enseguida que dos personas no podían portar ese mismo nombre en toda la faz de la tierra. Apenas estaba digiriendo esta especie de casualidad que atraía a escritoras rioplatenses rumbo a esa calle a través de tal fauna directo hasta esa puerta, cuando de repente la vi parada del otro lado del vidrio intentando entrar. Le abrí la puerta, cerré la puerta y me paré junto a ella del otro lado. Si no funciona nos quedamos las dos afuera, le dije. A lo que ella respondió que eso sería de lo más divertido y yo entendí que si no lograba abrir la puerta había hecho algo de una estupidez importante.

Entramos.

La miré y le dije : pero entonces vos sos vos. Sí, totalmente, yo soy yo, respondió. Luego del registro pertinente la ayudé a subir las valijas a su cuarto. Lo primero que me pidió es que no fuera en el último piso, pero como si el mismísimo Murphy la estuviera escuchando su cuarto se encontraba en el piso más alto de aquella larga escalera circular color ladrillo y madera. Subimos alentadas por el clamor de sus puteadas y antes de dejarla en paz le pedí que me firmara su libro. Tiene que ser hoy, mañana me rajo, aclaró.

Esa tarde llamé a lxs participantes de mi taller y les anuncié que para ese día haríamos una actividad diferente, nos íbamos todxs a escuchar la lectura de G.C.C. Si no la conocen, no importa, se fijan en Google. La presentación fue larga, las viejas por más interesadas que estuvieran comenzaron a acalambrarse y a sentir el llamado de la naturaleza que después de los cuarenta no respeta cuerpo alguno. Yo también.

Como suele suceder, el evento terminó con un momento convivial donde la gente charlaba, comía tomates cherry y bebía vino. Las conversaciones se entremezclaban. Yo conversaba con la librera que resultó ser hija de un señor argentino y pensé que de tanto migrar compusimos un adn único que es el resultado de la orgía de toda la tierra. Y en esa esquina, esa noche se entrecruzaron genes porteños, portuarios, marinos.

Los vasos se iban vaciando y nuevamente volvían a llenarse. Mientras una señora hablaba de sus noches de fiesta en París y describía mesas de merca compartidas con Melingo, que le había resultado de lo más soberbio, G.C.C. me miró y sin previo aviso anunció : Valen, mañana tiro la valija del cuarto piso. No dudé ni un segundo de esta afirmación. Atiné a decirle que podía ayudarla a bajar su equipaje sin problema, pero de todas formas, supe que lo suyo era una afirmación y no una consulta.

Al otro día terminé de trabajar a las nueve de la mañana, me serví un café esperando que saliera de su cuarto. Al término de una hora sin movimiento alguno decidí irme. A la mañana siguiente cuando volví al hotel dejé mi bolso y al darme vuelta para bajar a la cocina mi compañero de trabajo me anunció lo evidente. ¿Sabés lo que hizo tu escritora? Lanzó la valija por la escalera. O se le cayó. La verdad que no entendí, pero lo cierto es que quedó incrustada en una pared. De yeso era la pared, gris era el buraco. 

Sonreí orgullosa,pensando en ese “tu” que nos hacía cómplices, tribu, casi amigas.

¿Y ella, qué dijo?, pregunté. Mi colega alzó los brazos imitando la mueca que G.C.C. había hecho para explicar lo ocurrido. Cuando me iba la propietaria del hotel me llamó para darme un regalo que me había dejado G.C.C. antes de irse. Me rompió una pared, ¿sabías?, comentó un poco ofendida mientras me pasaba una bolsa de papel donde una copia de Les Orageuses compartía espacio con siete latas de sardinas en aceite de oliva Saint Georges. Gabriela, santa proveedora de la sardina de Bretaña, provocadora de tormentas y responsable de los mejores regalos.

V.V.



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