La buena hora

rouge

Lo que que voy a contar a continuación sucedió una vez cuando empezaban los primeros fríos, los días se hacían más cortos y yo me levantaba cada día más temprano. Creo que fue un sábado, aunque podría haber sido un domingo. Ya no me acuerdo. Seguro que no fue lunes ni un miércoles, porque en mi recuerdo llevaba vestido y tacos, desatendiendo a los mandatos de la rutina. Tampoco estaba tan frío porque esa mañana salí sin medias, o quizás esto último se deba a que en esa época olvidé mucho del frío y otro tanto del calor, como si mi termostato se hubiera extraviado en un jetlag de aerolínea.

Lo cierto es que el recuerdo existe mas vive entre matices un tanto difusos y fue justamente por estos problemas tempranos de memoria que hoy estoy acá y que lo que contaré sobre aquella mañana, ocurrió.

Disfrutaba de los últimos días del verano, instalada en París, ya alojada, ya contenta, ya balbuceando entre las erres y los fonemas mudos; en movimiento pero sin marcha miraba a lo alto la continuación del bulevar Haussman donde la hilera de chambres de bonne parecen nunca acabar.

Con la ilusión perdida entre los altillos que rozan el cielo y de la nada crean príncipes que por minutos parecen eternos, lo encontré. Y allí mismo lo perdí, de súbito, de una manera que no hizo más que honrar a su especie.

Pero vayamos más atrás en el tiempo. Esa tarde casi noche, llegué a un bar con el claro objetivo de salir borracha y poco a poco, trago a trago, lo fui consiguiendo. Javier Heredia era tal cuál la caricatura de un costeño colombiano, sombrero, ropa clara, cadencia para el baile y el codo siempre activo en actitud de palanca. En un principio pensé que hablaba alto para llamar mi atención, pero a poco de conocerlo supe que no, que tan solo era un gritón. Se acercó a la mesa mientras garabateaba no sé qué poema en mi libreta y me explicó, con el pecho henchido y un aguardiente en la mano, que la barra tenía mejores precios sobretodo para los recién llegados. Información que seguramente mi cara de pánfila develaba a lo lejos.

Tenía claro que nada le preocupaba sobre mi reciente llegada, venía a sacarme conversación, decía que era un verdadero parisino, que venía de la playa aunque nunca había nadado y en un tono acalorado anticipó que más tarde o más temprano terminaríamos en la cama. Así que le dije que sí y me moví a la barra, porque a eso había ido.

Luego de la tercera pinta ya no pude distinguir si estaba ante la sinceridad del borracho o ante los duendes de la imaginación. Pero de esa charla de la que poco recuerdo tengo claro el momento en que su fealdad se espabiló. ¿Quieres que te recite en slam?, dijo y empezó a combinar frases con una gracia que me devolvió la sonrisa y esa pizca de esperanza en la humanidad que todos llevamos dentro al ladito del tumor creciente de la desilusión. Quizás fueron los versos o ese sexto vaso de cerveza tirada que de un momento a otro nos llevó a caminar las calles, besarnos en los semáforos, reírnos a carcajadas y creer que todo iba a estar bien y así fue, todo estuvo bien, al menos por tres horas.

Esa fue la primera y la última vez que me tomé un taxi en París. Javier Heredia lo paró cuando estábamos llegando a una punta del bulevar Saint-Germain. Hacía mucho que no me enredaba en la trasera de un asiento, en esa escena repetida de manos, sudores y alcohol que abre un hueco en un tiempo espacio y que de un golpe se corta con una frenada y una voz seca que anuncia: llegamos.

El auto se detuvo en una parada de metro de los barrios altos, donde nunca había estado, y mientras recuperaba la vertical el taxista discutía algo sobre el precio o la decencia que no fui capaz de distinguir pero que evidentemente me tenía sin cuidado. Al llegar a su edificio montamos algo más de cinco pisos donde los pasillos se repetían así como las escaleras y los adornos navideños en una suerte de procesión Penrose que prevenía lo que posteriormente sucedería.

Antes de pasar la puerta estuve en el baño, ya que adentro solo una habitación empapelada nos estaba esperando. Una ventana de frente me avisó que se venía el día y con un cielo dilatado en blanco comprendí que una ventana siempre es más que un simple rincón, es la posibilidad del mundo tras un vidrio, es la ampliación de nuestro horizonte de cajita de zapato, es ser espectador de movimiento, es saber que del otro lado se repiten los ciclos. Por un momento me perdí en la pantalla plana imaginando que allá entonces era un tocadisco que sonaba y era la Maga quién se tiraba en el colchón.

Pienso que hubo pasión pero estoy imposibilitada de recrear mentalmente las últimas escenas antes de dormir. Seguro que de algo me quejé, habré roncado y difícilmente estuviera depilada a pesar de portar falda. Pero la noche o lo que de ella quedaba se conjugó de manera impecable con lo que de nosotros restaba. Una inmensidad de promesas sudorosas se hicieron presente y los oídos se transportaron a mundos de cine donde tiempo atrás había jurado no volver.

El sol en lo alto del mediodía nos pegó abruptamente en la cara y mi fotofobia se activó revoloteando sobre el descanso, balanceo tal que ya no era bienvenido en el lecho. Así que inútil para quedarme quieta, contener la ansiedad y cerrar la boca, decidí salir a explorar el edificio, aunque solo dije que quería hacer pichí.

Me puse el vestido, creo recordar que al inverso y salí con los pies descalzos en busca del baño que a fuerza de revisar los caminos lo encontré. Pero entre dormida y sin cuidado, apenas haber despachado el asunto me encontré de fauces con la recompensa a mi notoria volubilidad. El pasillo se presentaba largo e iluminado por una luz blanquecina creciente que entraba en el extremo opuesto de una fila de puertas que en nada se distinguían la una de la otra y que casi sin intención me habían dejado estancada en un tiempo sin solución. O así lo viví los primeros cinco minutos.

Al principio susurré el nombre de mi amigo nuevo, pero este parecía haber caído en un sueño profundo o las paredes eran más gruesas de lo que en un principio creí o quizás sea cierto lo que decía y se tratara de un reverendo hijo de puta. Así que golpeé algunas puertas, empecé por las dos primeras de la derecha pero de ellas no salía más que eco, así que luego de haber probado algunas combinaciones rítmicas abandoné el asunto. Así fui recorriendo las entradas de la izquierda y entre una y otra, silbaba e insistía repitiendo su nombre hasta que pasado el mediodía el sol se hizo a un costado y yo empecé a dudar si ese era verdaderamente su nombre y me pregunté sin sentido cómo carajo había llegado esa noche hasta ahí.

Eran las 13:25 cuando una vecina arribó al piso pero tras confirmarme la hora me dijo que nada entendía de mi raro acento y continuó hacia arriba donde yo pensaba que solo quedaba el techo.

Por las siguientes tres o cuatro horas apenas se escuchó algún crujido, lo que podría confirmar la teoría de que era domingo, porque es los domingos que la vida parece acolchonarse entre silencios. Desahuciada, aproveché la soledad y la calefacción central para dormir una siesta hasta que una mano se apoyó en mi hombro y me preguntó si estaba bien. Aún dormida no supe como contestar, subí las cejas y puse en actividad esa búsqueda desesperada que linkea espacios dispersos de conocimiento hasta que alguna lengua inventada nos llena la boca, pude responder mientras una mano de chica se extendía ante mis ojos y acepté. Acepté un café con Céline esa tarde en que decidí quedarme con ella. Por más que insistí en mi descripción, Céline juró no haber conocido nunca a un latino entre sus vecinos, me prestó zapatos y abrigo y tras la tercera taza de café anuncié mi partida acordando un pronto regreso y aceptando a tiempo que un beso mi futura destinación.

Visité a Céline a diario por varios meses exactamente a la misma hora. Ahí cuando la tarde se cae entre los techos, quizás a la misma hora que aquel día me recogió dormida en una escalera, que yo dejé a Javier Heredia atrás y el calor de la madera guarda los grados justos para el amor.

Pasaba las mañanas en los cafés, las tardes buscando la vida en curros donde nada importaba y las tardecitas allá en lo alto perdida entre ventanas que se repiten hasta que una se convence que ya no quieren terminar.

De Javier Heredia no supe más, dudo entonces si en un principio lo inventé, si de aquel bar salí directamente con Céline o como fue que todo esto comenzó. Por meses golpeamos puertas al azar, cambiabamos de piso o hacíamos guardia en la entrada pero nunca tuvimos noticias hasta que de a poco lo dejamos de buscar y nos convencimos de que quizás jamás había existido.

Céline se mudó en primavera y el panorama fue cambiando, las puertas dejaron de multiplicarse y veintena de señores Heredias olvidaron esconderse entre la similitud de sus escondites. A un mismo tiempo que la casa del sexto perdimos la unión que nos brindaban nuestras excursiones espías. Ya su casa no era en lo alto y algo en su mirada se cayó o quizás fue en la mía, no lo recuerdo bien…pero en mi memoria queda clara una neblina atravesada de rayos que marcan la tangente de los pasos y avisa que se viene la noche y que entre los pasillos nacen sombras que todos podemos confundir, hasta perdernos, hasta olvidarnos, hasta encontrarnos definitivamente en otro lugar.

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