Aprendí a vivir sin extrañar
hasta la incapacidad misma.
A sufrir cortito, un llanto manso
unos pocos suspiros…
calzarse y volver
pegar la pata al suelo,
el saco al hombro.
Me dijeron no mentir,
no temer, no extrañar.
Me llamaron Valentía
y la mirada ínflula de lince
quedó clavada más allá del daño,
lejana ya de aquella nostalgia.
Deja una respuesta