Retrato parcial de Victoria Román

En el verano dos mil quince llegué a París, un poco angustiado por el hecho de viajar en un avión repleto, con las piernas apretadas y la certeza del futuro calambre. Tuve que recurrir a las lecciones de yoga y meditación de Leticia, para conseguir calmarme y evitar caer en un estado de angustia que me acompañara durante las diez horas que separan al DF, donde había vivido los últimos cinco años, hasta la ciudad luz. Pensé entonces que en su lugar, sería la cara de Leticia la que me acompañaría a lo largo del viaje, esos mismos ojos caídos de perra abandonada que había dejado atrás en una cantina de la colonia Roma donde hacía una semana le anunciaba mi partida. “Ernesto, esta vez, si te vas, que sepas que es la última vez que nos vemos”, me dijo intentando mirarme fuerte, supe entonces que ese culo ya no sería para mi. Mientras me daba el veredicto rozó mi mano y a mi se me paró la pija pero esta vez no me la podía coger, yo solo veía tristeza en su cara y apuré la tequila mudo de respuesta. De todas formas, polvos más, polvos menos, me iba a ir igual.

Del otro lado de la realidad, en ese mundo encapsulado donde un avión es un espacio detenido en el tiempo, una muchacha con la mirada encendida, una sonrisa desbordante y un acento enrulado ocupó el asiento pegado al mío. Su español, confundido entre el ser y el estar y la recurrencia de verbos en infinitivo, no la hacían fácil de entender. Pero entre señas, pasajes al inglés y esas pocas clases de francés que me dió la nieta de una vecina de la que no recuerdo el nombre pero sí sus tetas, blancas y pecosas, logramos el diálogo. Creo que en ese entonces tenía dieciséis años y la nieta de la vecina había llegado de algún pueblo del interior para hacerse escribana o abogada, vivía con su abuela y se ganaba unos mangos con las clases para pagar bondis y fotocopias.

Lo primero que me preguntó Irene, así se llamaba la francesa,  fue a qué me dedicaba, pregunta que jamás sé cómo responder, me dedico a las letras contesté,  mientras me quitaba los zapatos y dudaba de la pulcritud de mis medias. ¿Profesor? Investigador… ¿Detective?, preguntó Irene sonriendo. Literatura comparada. Entonces usted debe conocer a Victoria Roman, dijo ella. No tuve tiempo de negarlo antes de que ella se pusiera a hablar.

Victoria Roman es una escritora uruguaya de culto, dijo ella, lo que me llevó rápidamente a entender que no la conocía nadie. De esa manera, mi ignorancia se excusaba diligentemente, sumado al hecho de que yo soy argentino, pero para un francófono no existe distinción posible entre un oriental y un porteño. No quise explicarlo o mejor dicho, no quise cortar su historia. Ella había conocido a Victoria Roman, hablaba con pasión y su notorio esfuerzo por comunicarse, hilar la memoria y ofrecer un relato organizado la hacía digna de la escucha. Yo nunca había leído a una mina que escribiera como se debe. En ciertos momentos, me vi obligado a desviar mi mirada hacia la ventana, lo que me daba una pose pensativa, aunque solo era cuestión de disimular que la franchuta me tenía hechizado.

Irene y me contó que su tía había conocido a Victoria Roman en París en un picnic y de inmediato le había dado alojamiento en una de las piezas de su casa, donde aparentemente vivió más de dos años. Victoria Roman, hablaba poco de su país natal y parece que una tarde decidió mudarse al norte europeo, llenó sus valijas y no volvieron a saber de su existencia. Jamás una carta, una postal, una llamada. Victoria Roman desapareció, pero bajo su almohada se encontró una postal con el dibujo de una vaca, encima de la que se puede leer “Sounds from Uruguay, march 13”. 

A los pocos días de haber llegado a París, Irene me invitó a tomar un café, entendí que esa tarde me presentaría a su tía pero no fue así. A la cita llevó la postal de la vaca, yo le conté que en realidad yo era argentino y aunque no lo dijo, sentí que una expresión de decepción le ganaba la cara. En cuanto a su tía, ella ya no quería saber nada de la ingrata, ni de recibir a otro rioplatense en su hogar. El cuarto, hasta ahora el único sitio donde Victoria Román estuvo con certeza, quedaría en mi historia como un lugar inaccesible. A Irene la llamé varias veces bajo distintas excusas, pero por más que insistí con ridículas invitaciones, no la volví a ver.

Por lo que pude averiguar, la postal refiere a un evento que tuvo lugar en Texas en el año dos mil trece, el motivo por el que ella la conservó durante al menos dos años aún es incierto. Por más que indagué, no pude encontrar prueba alguna que confirme que haya estado en esa ciudad. Mientras estuve en París me dediqué a provocar conversaciones en donde una y otra vez traía a colación la existencia de dicha posible escritora aparentemente nunca publicada, que habría vivido durante al menos dos años en una habitación del barrio once de la ciudad. 

Algunas veces llegué a olvidar los motivos de mi viaje, tenía la sensación de pasar más tiempo enderezando entuertos que sentado en la biblioteca François Mitterrand, donde quienes habían financiado mi beca suponían que tenía que estar recuperando el legado de Enrique Guiralbo. Y no corriendo de un mostrador al otro tras la pista de una perfecta desconocida. Nunca encontré nada cierto, hubo quién me dijo haberla encontrado una noche en un bar, pero luego de eso nunca más la volvió a ver. Otros recordaban su acento, decían que su francés era abominable pero que se las arreglaba para contar anécdotas pérdidas sobre la vida de Laforge y de Ducasse que le hacían ganar el cariño de los locales y hacerse pagar las rondas de Ricard en los bares más sórdidos de la petite ceinture

Victoria Roman se volvió un personaje enigmático en mi vida, en los últimos cuatro años conseguí listar al menos una veintena de personas que afirman haberla conocido, ninguno capaz de recordar con certeza adónde vivía y cuanto menos saber adónde se fue, su edad es incierta, hay quienes pensaban que era argentina, no faltó el que confundía Uruguay con Paraguay. 

En la Navidad de dos mil diecinueve volví a Argentina a pasar las fiestas consciente de que mi falta estaba a punto de volverse leyenda, tantos años en el Norte me tenían alejado de la realidad que me vió crecer. Volver a Argentina no fue fácil, una vez extranjero para siempre extranjero, pero los tiempos de fiesta guardan ese olor a extraño, las rutinas se desarman entre brindis y deseos y volver no es nunca volver si no que es flotar en un espacio sin orden ni tiempo. Lleno de promesas de asiduidad que jamás se llevan a la práctica, yo lo sabía, pero cuando le prometía a un amigo que nos llamaríamos más seguido, en ese momento estaba convencido de que podríamos hacerlo. Pero nadie habita dos realidades al mismo tiempo.

Fue estando en Buenos Aires, con la excusa de verano y la necesidad de playa que se me ocurrió cruzar el charco y ya de paso salir a la caza de esa escritora furtiva. No conocía a nadie que la hubiera leído, de todas formas con mis amigos a lo sumo nombrabámos a Pizarnik y basta. Ninguna mujer nos había movido el piso hasta ahora, escribían con cuidado como queriendo no hacerle mal a nadie. Y cuando una parecía buena, en seguida se calentaba y salía a los gritos puteando porque no la publicaba nadie. Cuando llegué a Uruguay, el olor a humedad y la tierra bajo las baldosas levantadas me hicieron viajar a esos barrios de mi infancia de cuando las almacenes estaban en manos de gallegos y las personas se detenían en la puerta para comentar el clima y las tragedias. Pasé una semana alojado en un edificio art nouveau, hoy vuelto un hostel reciclado ubicado en un barrio que ahora llaman de las artes, lo que para mi era el encuentro entre el centro y barrio sur. Un poco más perdido de lo que imaginaba lo primero que hice fue ir a cortarme la barba. El peluquero vivía en el barrio desde la época de los milicos, me dijo que de Victoria Román, ni idea y me mandó leer a Marosa Di Giorgio. Le agradecí el consejo y salí sin rumbo pero seguro de que todo camino conduce al mar.

Caminé la rambla, llamé a los amigos que me quedaban en la vuelta, todos estaban casados y tenían dos o tres pibes, en seguida me cambiaban de tema, me prometían un asado y me dejaban hablando detrás de una cortina de llanto agudo. Nada me llevaba a nada y eso era normal, de Victoria Román no sabía nada. Qué había vivido en París, que se había ido sin saludar, que olvidaba sus fotos… ¿Pero vos te la cogiste a esa?, me preguntó uno. Eso éramos los solteros para la gente casada y yo no era la excepción. Revisé los archivos de la Biblioteca Nacional, fui al Ministerio de Cultura, pero a esta tipa no la conocía nadie. 

Cuando ya me aprontaba a emprender la ida, subí a la terraza del hotel para mirar a Montevideo desde arriba y saludar los edificios abandonados de la Aduana, para mi sorpresa me encontré una veintena de inodoros apilados. ¿Qué mierda hacía una veintena de inodoros apilados como si fueran contrabando? Me acordé enseguida de mi vieja y de una vez que estábamos por salir de viaje a Mar del Plata, mi viejo cargaba los bolsos en el Fiat 147 color caqui cuando ella se acordó que tenía ropa en la cuerda. Dale, apurate le dijo el viejo que siempre se estresaba antes de salir a hacer ruta. Cuando bajó mi madre nos contó que en la terraza estaba lleno de monitores. Había cajas, parlantes y monitores, según explicó. Subimos al auto y salimos rajando, a la vuelta supimos que se trataba de un robo. Ese verano robaron a ocho vecinos en Caballito, nunca me lo voy a olvidar.

Desde arriba Montevideo está herrumbrado, se puede ver a lo lejos como el color ocre se funde en el Río de la Plata borrando así toda frontera, toda distancia. Hundiendo en aguas marrones la tranquilidad de una ciudad donde los bizcochos empiezan a confundirse con las arepas. La cuestión de los inodoros me intrigaba enormemente. Me acerqué a los inodoros intrigado confrontado al  incesante y vasto universo y fue en el medio de estas ruinas sanitarias que pude leer “Sounds from Uruguay”, no con poca dificultad, moví los obstáculos que me impedían llegar a ella y recogí la postal que yacía apretada en el suelo. Estaba mojada, intenté no romperla y confirmé de cerca que se trataba de una copia de la misma que había visto en París, la misma que Victoria Román había olvidado bajo su almohada y que Irene me había dejado junto a un café.

Moví el inodoro que pesaba una tonelada y saqué la postal del suelo, definitivamente se trataba de una copia idéntica. Bajé a mi cuarto, llamé a la recepción y extendí mi estadía por dos días más. Saliendo del hotel consulté al recepcionista sobre el origen de la postal, de eso no pudo responderle nada. Noté como se desdibujó su sonrisa cuando supo que había estado en la terraza y de un momento a otro se deshizo en explicaciones sobre el origen de los inodoros, dijo que la terraza no era una zona transitable que mejor no volviera allí. Guardé la postal ya seca y me disculpé antes de salir a la calle.

Esta vez caminé hacia Palermo donde cada tanto paraba a tomarme una birra. Montevideo se había llenado de cerveza artesanal, cara. Cara pero buena como una birra belga o alemana. A mi me quedaba guita de la beca, aunque me quejara, quienes me conocían creían que en Europa me estaba forrando de guita y que solo me iba mal porque era soltero y seguro un desbundado. Pero eso no tiene nada que ver con la historia. Paré en un bar en la esquina de Mercedes y Barrios Amorim y un viejo me dijo que el que sabía era Carlos. O como le decían en el barrio, Carlitos. Un almacenero que estaba por Gonzalo Ramirez, a un par de cuadras más. El viejo me acompañó a la puerta, me explicó con señas hacia donde tenía que dirigirme. Antes de irme me preguntó cómo me llamaba, me extendió la mano y me despidió con golpecitos en el hombro, como si yo fuera un pibe y él me estuviera abriendo la puerta hacia una gran verdad. 

Carlitos tenía un almacén que olía a pata, tres cajones podridos afuera, las rejas a medio abrir, un espejo retrovisor quebrado para pescar chorros. De bebida vendía Coca.Cola brasilera y vino en caja, además de petacas de Blenders y unas botellas de agua. En los estantes había galletas, fideos y algunas latas. Esperé unos segundos solo en medio del almacén sin que viniera nadie. Cuando Carlitos se presentó detrás del mostrador, una pendeja me adelantó para pedirle fiado. En el muro a su izquierda estaba bien clarito, “el que fía, se murió”, pero de todas formas se dio vuelta, agarró unos huevos y le extendió la mano. Noté que encima de los pantalones de tela gastados se veía la raja del culo que exhibía cual albañil, y entre esa geografía y la camiseta amarillenta que llevaba puesta se adivinaba un facón. Levantó la vista hacia mí sin decir palabra. Le pedí puchos aunque yo ya no fumaba. Se rió y me dijo, ¿que buscás, unos Gauloises? Eso acá no tenemos. No, no dije incómodo, unos comunes respondí pareciendo estúpido. Él ignoró mis nervios y empezó a hablarme de la piba de los huevos. Si no les fiás un poco, mañana te roban, te quieren joder. Andá a saber si no vuelve a la casa y le pegan. Nada de eso se me había cruzado por la cabeza. Me preguntó si estaba de viaje o si pensaba quedarme en Montevideo, yo no le había dicho que era argentino, ni que no vivía allí pero para él eso era evidente. Entraron dos gurises y una señora, le dije que lo dejaba tranquilo, que muchas gracias y me respondió, aguanta ahí, lo que en uruguayo quería decir que no me vaya. 

Esa tarde esperé el pasaje de varios vecinos que llegaban sin guita mangueando o dejando micro deudas que Carlitos parecía anotar en una cuadernola manchada. Entre un cliente y otro, salía a la puerta y me conversaba un rato. Me preguntaba por mis viajes, por mis lecturas. Dijo que alguna vez había escrito algo, que capaz un día me lo mostraba. Aproveché un momento de soledad y le pregunté por Victoria Román, su expresión no dejó entrever ninguna duda, él sabía que yo venía por eso, me tiró unas muecas y me dijo que tenía que cerrar las rejas porque era la hora de los tambores y esa tarde no quería tener relajo. Pasa otro día pibe que nos tomamos unas grapas, me dijo y se fue para adentro como si nada.

A lo de Carlitos volví varias veces antes de dejar Montevideo, por lo general me atendía apurado aunque no hubiera nadie, solo se paraba a conversar cuando le contaba de algún viaje o de una mina. Me contó que había subido solo el Aconcagua, que lo hizo sin equipos, sin nada, que eran los años ochenta y que casi la queda. Yo a él le creía todo. Cuando intentaba conversar sobre el motivo que me había llevado hasta ahí me respondía con evasivas y me decía que de algo se acordaba, que ya me iba a contar, pero la rutina terminaba con el toque de los tambores, alguna pelea de vieja o sus días atacado de la gota que lo dejaban triturado.

Dos semanas habían pasado desde la mañana de los inodoros, de plata no me quedaba nada, a la playa no había bajado ni un día, la blancura que llevaba encima no me iba a permitir mentir que había estado en Rocha. Supe que era el momento de rajar a Buenos Aires y refugiarme bajo el cuidado de mi madre. Pasé a saludar a Carlitos antes de irme a la terminal. Venís cargado, me dijo al verme llegar con la valija a cuestas. No mucho, respondí. Pasé a saludarte. Ya veo, respondió con una mueca como decepcionado y agregó ¿Y de la mina, qué? ¿Qué mina?, dije asustado, como si en el medio se me hubiera perdido algo. De Victoria, respondió, ¿no la andabas buscando? Moví la cabeza sin decir nada, Carlitos extendió el brazo y abrió la cortina que separaba al almacén de su casa. Me hizo señas para que me sentara y desapareció por un momento. Cuando volvió traía un paquete envuelto en un mantel con flores, lo puso sobre la mesa y dijo, esto es todo lo que te puedo dar. 

Abrí el mantel intrigado, aunque la esperanza se me había disipado, frente a mi una pila de servilletas escritas, letras albergadas en cajas de pucho destartaladas, postales, libretas, cuadernos, cuadernolas, agendas de todo tamaño y color se abrían ante mi sorpresa. Esto es lo único que sé de ella, sentenció Carlitos mientras buscaba una bolsa de nylon, metió todo lo que tenía adentro y me lo entregó. Usalo bien, no seas boludo, era una linda piba.

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