Capitulos migrantes

Bruselas, 9 de julio 2020

Llueve, son las tres de la mañana y llueve y esto no es novedad para nadie aquí en Bruselas. Las vecinas no se despiertan, ni prenden la luz, ni abren las ventanas, ni se ponen a escribir. O quizás sí lo hagan pero yo no las conozco, a ninguna. Las veo en el día cargar gurises, limpiar gurises, sacudirlos. Basta. Acá son más de las tres de la mañana y el día se despide mojado tal como amaneció, como viene amaneciendo hace días, semanas, años, pero yo antes no estaba acá y mi termómetro es cortito y mi balanza también. Vengo del sol, del olor a mar, de las colinas, el campo, las flores y las ratas del puerto. Mi casa no tiene “vis à vis” y me permite andar en pelotas el día entero, algo de naturaleza me tenía que tocar. Miro ese cielo embotado e intento recordar por qué me fui de París, hace años. Por qué llegué a Bruselas hace unos días. Dicen que soy trotamundos. ¿A ver, decime adónde estás ahora?, dice la voz del otro lado del teléfono y yo, como el borracho que llega con flores, repito mi rutina y no defraudo. Dicen que soy nómade. A mi que tanto me gusta jugar a la casa, montar una casa, decorar, llenar bibliotecas, criar plantas, verlas morir e irme, listo tantas en mi historia como años en mis documentos. Mis valijas se retraen, se ensanchan y vuelven a un número maneable. Muchas para dos brazos, pocas para una vida. Todo se puede dejar, regalar, reducir. Miro las fotos de ayer y me pregunto por esa remera, por ese cuadro, por esos lentes, las cosas cargan su historia y yo simplemente intento olvidar. “Valijera, va ligera”, decía un amigo a mí que soy de hueso grande, como dice mi mamá. Me preguntan cuándo llegué, la pregunta sería cuándo me fui, dicen que no hace mucho, frunzo la boca y no digo nada, ya no recuerdo quién era y eso parece tiempo y me basta. Miro los sauces que me llevan del bosque de la Cambre al Parque Rodó y en ese pelo caído adivino una guiñada como una bienvenida cómplice, un no temas que toda humedad se evapora y es la sequedad la que luego nos encuentra crujiendo pidiendo agua como novatos en el desierto. Bélgica surge apoyada por la mano mágica de Lord Ponsonby, ese nobiliario inglés que recorría el mundo jugando a la ONU anduvo por acá calmando las aguas recién llegado de Uruguay, donde también anduvo fundando pueblo. Holanda es como Tacuarembó, dice Gaby. Y yo me pregunto si Holanda es como Tacuarembó y Marsella como Montevideo, ¿qué hago tan lejos? No sé adónde queda mi casa, hay una voz que me dice que ya llegué. Tengo la sensación de estar siempre llegando, estar siempre diciendo adiós. Dejé de sufrir las despedidas para festejar los reencuentros. Dos meses aquí, tres meses allá, para mi son una vida. Aprendí a vivir las ciudades como propias, a habitarlas, pelear los precios, oler los rincones, cantar sus músicas y sentirnas como si allí fuera a visitarme la vejez. La sensación de irrealidad me sigue acompañando en subtes, cafés y terrazas. Las alturas la potencian. No me siento inmigrada, me veo en movimiento y el dilema es cuándo parar o si esto algún día va a ser necesario. Tampoco da para hacerse la viajada que del mundo conozco poco y aquí ya me dan ganas de acercarme al aeropuerto y volar. No me siento inmigrada pero me tocaron los trabajos de mierda, las miradas sobradas, los desprecios, el asombro en el mercado, el comentario pueblerino y alguna que otra torpeza que hoy intento moderar. ¿Mi bandera?, el mate, ¿mi poeta?, Zitarrosa. Mi lengua es inventada, mis pies enfermos, mi vientre igual. Mi universo se reproduce en párrafos, no será de carne mi herencia, un libro, dos, un abrazo, un orgasmo. Cada ciudad es su gente, no hay paisaje que merezca una vida, solo charlas que merecen despertar.

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