Comenzamos a salir el cinco de febrero de algún año según el calendario de mis decisiones, un sábado de la misma semana de mi cumpleaños. Esa misma noche, la de de mi cumpleaños, me invitó algunas cervezas, si bien no me dio un regalo, eso a mi no me importó. La pasamos juntos. Esto le sirvió de excusa para no presentarse al día siguiente en el festejo. Lo entendí, hacía sólo una semana que estábamos saliendo.
El lunes lo llamé y le pregunté cuando era su cumpleaños. A fines de agosto, me respondió. Colgué, la fecha que me pareció extremadamente lejana. Desde entonces mi cabeza empezó a girar en torno a la idea de las fechas, el tiempo y la duración. ¿Seguiremos juntos para esa fecha? ¿Será que veré sus veintisiete años? ¿Cómo será a los treinta? ¿Y a los cuarenta? ¿Qué le regalo? ¿Una camisa de lino? ¿Un equipo de snorkel? ¿Un juego de cuchillos? No sé por qué pero la idea de los cuchillos se incrustaba en mi mente como una metáfora punzante, signo de una misión para la que precisa el arma correcta, del buen instrumento. El peso del regalo se volvió una obsesión, un barco donde se embarcaba todo eso que había sido parte de la historia hasta aquí vivida, lo que hasta entonces había aprendido del otro, una forma de demostración de mi perspicacia.
Mis sueños empezaron a acompañar mis tribulaciones. Me vi seguido haciendo fuerza para despertarme en plena noche buscando alejarme de ellos. Tras el sobresalto siempre la misma imagen, su cabeza junto a la mía y mis ojos que se abrían enormes tratando de atrapar todo eso que era realidad. Entendí tras el esfuerzo y el consecuente cansancio de cada mañana que intentar estar fuera de los sueños se vuelve una tentativa inútil. Algo que confirmé con un café mientras miraba al gato correrse la cola.
Un fin de semana viajamos al campo, las montañas son imponentes, son el no paisaje de mi infancia, un ejemplo de lo inconmensurable, una foto de esos universos que no llegaré a conocer. Salí de la carpa en lo que parecía aún era noche, pero un sol rojo apuntaba el día, un hombre me señalaba los animales a lo lejos. No se mueva, pude leer en sus labios. El piso era de tela verde, como el tapiz de las mesas de pool, un viento levantaba la tela y yo le decía al hombre que esto no era real, que me dejara volver. Él sólo me pedía silencio. Así que me desperté y me incorporé de golpe. La carpa estaba lejos, casi en la cima rodeada de árboles, frente a mí, a unos treinta metros un tigre de bengala se lamía una pata. Moví la cabeza lentamente mirando a un lado y al otro sin atreverme a darme la vuelta, una cebra pasó a mi costado como si no me notara y bajó hasta encontrar al tigre que tampoco la miró. La montaña se había teñido de colores y los pisos eran de goma antideslizante, como los parques para niños. De nuevo el hombre, el mismo hombre, probablemente un pastor de ovejas, me decía a lo lejos que no me mueva, que no asuste a los animales. Le respondí que esto era un sueño, que yo no tenía miedo, aunque en realidad sí tenía miedo, y que me iba a despertar. Para cuando logré despertarme mi cuerpo estaba fuera de la carpa, me incorporé en el pasto y a lo lejos vi dos ciervos que pastaban mientras un zorro los miraba a unos metros.
Tras los primeros sueños vinieron los primeros desayunos de historias largas, él me miraba un poco dormido, un poco perplejo. Yo comenzaba disculpándome por estar tan inquieta, por perturbarle sus noches, él juraba no haberse enterado de nada. Comencé a sospechar que me mentía ya que desde hacía varios días se quejaba entre sueños, decía pequeñas frases en su idioma y luego que la revolución de mi cuerpo encontraba su calma, él comenzaba a moverse de un lado a otro con un sospechoso gusto de venganza y se dejaba ir en un concierto sonoro imposible de ignorar.
En el día la vida iba mejor, yo me despertaba temprano aunque no tenía motivo para ello, tomábamos un café sereno antes de que el apuro de la jornada lo hiciera correr y los susurros de amor matinal se diluyeran en el sonido de las alarmas. Al mediodía lo encontraba para almorzar, alguna vez le llevé flores pero luego tuve que volverme con ellas porque le daba vergüenza subirlas a la oficina y yo las cargaba en las tardes en las que hacía que buscaba trabajo.
Una mañana mientras él aún dormía me di cuenta que me estaba convirtiendo en dos personas y por lo menos una estaba muy cansada. Abrí mi libreta y escribí: “siento que soy dos. Soy ese alguien que camina y soy ese otro que lo soporta”. Escuché ruidos desde la cama, cerré mi libreta y puse agua para un café. Pensé en las palabras de una amiga que me decía, “estar en pareja me convierte en una persona horrible”. A mi me estaba convirtiendo en dos, una que se peinaba frente al espejo y otra que no podía enfrentarse a él. Me descubrí siendo el intento de mi misma, reteniendo entre dientes los halagos que me dirigía mi amor, palabras que hablaban de alguien que no vivía en mi. La vida a su lado me parecía hermosa y al mismo tiempo, insoportable. Los sueños seguían interrumpiendo mis noches, las imágenes de mi yo saliendo de mi piel, dejando a una parte de mi descansar a su lado, mientras otra salía a buscar regalos de cumpleaños. Le hacía preguntas entre dormidas para obtener respuestas ocultas pero solo recibía incoherencias que no me llevaban a ninguna parte. Lo que al principio fue hormigueo y mariposas, poco a poco se volvió piedra, una que me pesaba en el pecho y me agotaba. Las personas que no trabajan no tienen derecho a estar cansadas, así que básicamente, no lo decía. Supongo que algo sospechaba, pero nunca me dijo nada. Yo no sabía cómo explicarle que él no había hecho nada malo pero que yo ya no tenía aire en los pulmones.
Una de las últimas noches antes de la calma soñé que conseguía trabajo, me tomaban como encargada de un bar. Mis amigas estaban contentas y venían en barra a pasar el tiempo en el lugar. El dueño me hacía confianza, de hecho, me amaba. Yo no entendía mucho lo que tenía que hacer, pero me pagaban bien y tenía tiempo de conversar con la gente que quería, gente que hacía años no veía, que había crecido, que habían cambiado pero que aún tenían intereses que nos unían. Hasta que un día sospeché que algo andaba mal, que alguien me mentía. ¿Era el dueño o eran mis amigas? No lo sabía, me puse a revisar sus anotaciones, su teléfono, su ordenador, empecé a abrir todas los frascos del bar, las puertas y las ventanas y lo vi, era un portal. Un portal donde uno podía visitar su alma. Entré a ese cuarto y no sé lo que vi, pero renuncié. Renuncié a mi trabajo, a mis amistades, no supe a qué más porque enseguida me desperté. No pude explicar lo que vi, no lo pude describir a nadie pero sabía que era negro, era un algo negro.
Desde entonces más de una noche salí a caminar a horarios impropios. Él alzaba la vista y me preguntaba si tenía pensado volver. Yo le decía que sí, que solo iba a dar una vuelta. Y era verdad. Solo se trataba de pasar a escena esos pies que caminaban en mi cabeza. Y poco a poco los días se pasaban, las semanas, los meses. Cierto que es en general lo pasamos bien, pero hasta en las risas, en la felicidad, una lágrima traicionera se me escapaba manchando el momento. Yo las atribuía a un derrame de felicidad incontenible y estaba contenta. Sí que lo estaba, sí que me divertía y hacía el amor a raudales y cocinábamos, íbamos al cine y cantábamos canciones y esas cosas que hacen los enamorados. La gente decía que daba la impresión de que hacía años que estábamos juntos. Yo sonreía, pero en un momento dado, tenía que llorar.
Una mañana me desperté con la cara pegada a la almohada de tanta transpiración, había dormido profundamente, incluso me desperté cuando él ya había salido camino al trabajo. Ni siquiera lo sentí, no tuve necesidad de fingir tener una día lleno de actividades, solo dormía, dormía dulcemente. Esa tarde aún con esa resaca que da el exceso de descanso salí sin destino alguno y volví llena de regalos que escondí meticulosamente en el estuche de una guitarra vieja. Ya no volví a pensar en los regalos, eso estaba solucionado, solo quedaba esperar que el tiempo pase, que los festejos lleguen y seguir. Pasé el resto del día sonriente mirando el techo. Pero a pocos días de que llegara agosto, exactamente el veintinueve de julio de ese mismo año, un mes antes del festejo y la llegada de sus veintisiete aniversarios, confesó estar enamorado de otra. Me fui. Un mes más tarde sería domingo, yo estaría en Italia y nuestro amor no habría resistido el lapso de dos aniversarios.
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