Yo tenía un tío, de él recuerdo los jeans claros, la salida de la adolescencia, lenta como extendida. A él lo asocio siempre al color verde, a ese verde. Joven, claramente joven.
Hasta que llegó el pañuelo en el cuello, los saquitos de lana, el tabaco en chala.
De un poco antes, me queda presente su gusto por Sting, la novia con vincha, los amigos con nombre animal. El león, el pájaro, el mono y de como yo pensaba que podrían ser seres fantásticos e insistía en conocerlos pero no me llevaban porque no era ambiente, decían.
Era mi único tío. Los otros, porque los había, eran otra cosa, eran primos, hermanos, amigos, él era mi único tío.
Recuerdo cuando era novio y parecía feliz.
Recuerdo ser la única niña, la sobrina, los ojos, los cumpleaños, las fotos impresas, sus mejores excusas. Cuando lo vi llorando en el baño, un verano insoportable y un Fiat 147. Lo asocio al mate cocido, aunque eso no es su culpa.
A mi me contaron anécdotas que veo en imágenes y parecen recuerdos. Pero estas creo que son verdad.
En mi mente yacen patente mis cinco años, (siempre tenía cinco años), la infancia en Florida cuando viajaba con él y pasábamos por Montevideo y dormíamos en los sillones de un apartamento donde tras las puertas de un placard se escondía una cocina y donde en el día funcionaba una peluquería que tenía muchos espejos y sillones, y todo era marrón, como el piso de alfombra, en donde jamás caía la noche porque las luces que iluminaban la avenida atravesaban los vidrios, porque allí no había paredes solo había vidrios.
Tengo claro que una vez me abandonó en Florida y no lo perdoné. Aunque me mirara con ojos caniche y tuviera tatuada la mueca de la inocencia que siempre le ayudó, dije que no lo perdonaría y no lo hice.
A veces pensaba que si mi papá fuera flaco, capaz se parecía.
Recuerdo un apartamento en calle Uruguay donde un teléfono portero negro de los años cuarenta colgaba al costado de la cocina y yo podía jugar al teléfono que cómo era caro la gente se preguntaba, ¿vos tenés teléfono? y esto no era obvio. Ahí cuando comenzaba a mutar de disco a botones.
Recuerdo clarito la noche que allí en esa casa de portero negro, ese que tenía cable de tela, probé por primera vez zapallitos revueltos, ese mismo día me enteré que el tío cocinaba. Me gustó.
Y cuando aquella mañana paramos en el cementerio para averiguar qué se hacía con sus huesos, con esos huesos jóvenes, esos huesos enfermos, supe que ya no recordaba ese tiempo de él siempre sentado en una silla playera cuando ya no era feliz y forzaba la cara. Callado como de golpe, con menos pelo, desapareciendo, hasta que un día se fue, muy joven.
Ese que fue mi tío empezó a ocupar un lugar distinto después de irse, uno nuevo, que no conocíamos. Se sentó en un rincón inestrenado de la memoria de cada uno, se hizo recuerdo y aparecía en sueños, a veces aparecía.
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