Algo más de Anna

*Publicado originalmente en revista Incorrecta, descargalá AQUÍ – 31/3/2016

Anna se sentó una tarde al costado de mi banca en el parque La Roquette, yo leía intentando con medio ojo vigilar a mis niños. En esa tarea imposible de seguir una historia en medio de charlas en francés, meriendas y juegos, Anna se fue acercando más.

Primero me pidió permiso para compartir el banco, con los días empezamos a saludarnos. No sé cómo pudieron pasar tantos meses sin que yo me preguntara qué hacía ella allí, pero por esos tiempos había dejado de preguntarle a la gente por su vida. Por varios días creí que ella también cuidaba niños, así que las conversaciones infantiles, las primeras palabras, las gracias y algunas banalidades más llenaban el espacio de tiempo antes de la vuelta a la casa.

Una tarde, le pregunté a quién cuidaba y ella me miró con ojos desorbitados. No cuidaba a nadie, apenas a ella misma y ya esto lo hacía mal.

Vestía medias de red bastante seguido, llevaba un saco largo negro y generalmente usaba sombrero. Mientras duró el invierno la vi con un rojo intenso en los labios, que era la forma de saber que había vida en su blanco rostro.

A qué se dedicaba realmente fue algo que quedó siempre en el plano de los misterios. A mí lo que me gustaba de ella era su discreta simpatía y esa idea de que siempre quedaba algo por contar.

Nunca me voy a olvidar la tarde que comenzó con sus cuentos de amor. Encontraba amantes como yo inspectores en el metro. Cada semana había un nuevo árabe, un italiano fotógrafo, un vecino simpático, un africano que hacía buenos chistes y así. Yo me devanaba el cerebro para retener los nombres e hilar las historias sin preguntarle nada. Ella venía cada tarde con su sonrisa abridora de mares y luego de unas pocas palabras de evasión llegábamos al tema que nos convocaba. Nunca supe qué era lo que ganaba ella contando, pero tuve claro desde el primer día que cuando me despedía de Anna, varias veces estuve obligada a secarne para seguir caminando.

Yo ponía mi cara de nada, me metía en mi papel de apertura mental y abría las orejas como ella las piernas. Conocía el tamaño de los penes de sus amantes, las manchas de niñez, las fantasías que los dejaban prendidos fuego y los traumas que en pocos segundos podían transformar una gran vara en un miserable maní tristón.

Del alma de sus amantes sabía muy poco, y parece que así se sentía mejor. Llegó a preguntarme algún día de qué país era su ex-amante negro o cuándo era la fecha de cumpleaños de aquel chico de su última cita. Como si mi notoria concentración pudiera notarse al punto de transparentar que en el vacío de mi memoria no encontraba nada mejor para guardar. “Era de Senegal, te juro que me acuerdo, de ahí era”, respondía mientras ella me miraba confiada pero dudosa y sin decir gracias volvía a su relato.

La última tarde Anna se sentó distante. Masticaba un chicle que le iba muy mal con su imagen y rechazándome una galletita me dijo: Mirá que yo no soy torta. Yo nunca hubiera dicho que Anna era torta, tampoco hubiera dicho lo contrario. Pero esto no se lo dije, sólo asentí a su afirmación: “Bueno, no lo sos”.

Con unos pocos mangos de la venta de unas camisas, Anna se había comprado comprado un conjunto de sutien y culote en encaje que imitaban la lencería del siglo diecinueve. Había robado unas medias de red de una cuerda de ropa vecina y se alistó para una cita peculiar. Estaba invitada a cenar en casa de un amigo. Nunca entendí si cuando decía “amigo” era amante recurrente o si era un amigo con el que tenía sexo o si no lo tenía o era un amigo y punto. La cosa es que toda prendida se fue a la cena y del otro lado de la puerta una chica más grande que ella, quizás de unos cinco años más, cabello teñido y vestido escotado le dió la bienvenida.

-¿Pero vos no sabías que también te esperaba una mujer?

-Sí claro, pero no – dijo Anna, dejando las cosas flotando en una nube de dudas.

La chica era simpática, parecía culta, de pelo oscuro y pecas, un poco gorda, un poco grande, dueña de unas tetas desbordantes y unos dientes un poco torcidos que redondeaban una imagen entre bonachona y picaresca.

En la otra punta de la mesa estaba Mario. Anna se acostaba con Mario desde hace poco, siempre quedaba algo inconforme pero Mario tenía una sonrisa sincera y millones de ideas que la sacudían de cierto letargo. Él estaba hermoso, se había cortado el pelo.

A ella de la mesa le tocó el centro. La comida le quedaba lejos, casi inalcanzable, ubicada en las puntas. De todas formas ya todo estaba organizado y ella tenía el hambre suficiente para pedirle a sus anfitriones que le acercaran los platos. Primero se dirigió a la amiga de Mario, quien inmediatamente se levantó y le preguntó “¿te gustan los secretos?”.

De un momento a otro se encontró con los ojos tapados por una venda negra mientras la otra mujer le susurraba palabras al oído y con una mano la conducía arriba de la mesa. La chica amablemente la estiró sobre el largo de la tabla y comenzó a alimentarla. Mientras Anna recibía en su boca almendras, pasas y algo picantón que no pudo distinguir, unas manos frías sacaban de su cuerpo lo poco que llevaba como vestimenta.

La voz de Mario le susurraba y él olía sus senos mientras esparcía algo frío sobre sus costillas. La jalea se le coló a la espalda pero esto no le importó. Mario le pidió que besara a la otra chica y ella obedeció, concentrada en el desliz de sus bombachas. Alguien le mordía los pies, los envolvía con la lengua y apenas pudo abrir la boca para expresar sus cosquillas, sintió como un pene pronto le buscaba la lengua. Cuatro manos la tocaban de arriba a abajo, sus bocas la lamían. Sus senos estaban en celo, esperando la vuelta de esa lengua o de la otra. Los cuerpos ya no tenían género y las pieles sólo tenían la marca del placer.

Tendida en la mesa fue el banquete de quienes minutos después sintió extraños. Recuerda claramente los detalles que ocurrieron hasta que vino el momento del éxtasis y se fue en mares sobre los labios de dientes chuecos. Para cuando terminó de gritar ahogada en un gemido, oyó a lo lejos los besos de quienes ya se conocían, las risas cómplices de quienes lo han planificado todo, y que se paseaban con los ojos bien abiertos. Recogió sus calzones y se vistió como pudo.

-Y solo pasó eso, me fui. Yo no sentía nada. Así que al final no soy bisexual, no soy lesbiana, no soy más que un pedazo de carne aburrida.

No la pude mirar, posé mis manos en mi vientre y acepté sin vergüenza como un chorro de pichí se me iba entre las piernas mojándome las botas, tenía la boca seca, las mandíbulas duras. No me moví, no le tendí mi sonrisa cómplice como lo hacía siempre. Atiné a decir algo como “te entiendo, sí, yo tampoco soy…”. O quizás fue algo más torpe aún. Llamé a los niños y les dije que se había terminado la hora del juego: “vamos, vamos, nos volvemos a la casa, hoy no estoy del todo bien”.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Esta web funciona gracias a WordPress.com.

Subir ↑

A %d blogueros les gusta esto: