El tiempo es un fascista, no él, si no el que lo inventó, quién dijo que en la mañana tal cosa, en la tarde tal otra y por la noche otra nueva y así. En él se mide la vida toda, hasta qué edad te measte en la cama, cuánto tiempo estudiaste, trabajaste, fuiste rebelde, estuviste de novia, cuánto tiempo te llevó la dieta y así todo. A la vida te la entregan con las cosas que tenés que hacer y además, poco a poco te informan cuánto tiempo tenés para que esas tareas tengan sentido.
Hacía un año y siete meses que no veía a mi padre el día que se murió, estaba a 10 mil kilómetros de distancia cuando mediante un mensaje de texto de Whatsapp me llegó la noticia. Fue un veintiseis de diciembre, tenía sesentiún años recién estrenados cuando un cáncer arrasó con él. Yo tenía treinta y siete años, esa edad estancada con la que yo identificaba la adultez, así como mi infancia está fijada a los ocho años, como si todo hubiera pasado ahí, aunque yo sepa que eso no es cierto. La edad de mis padres quedó largamente instalada en esos treinta y siete o treinta y ocho años que ellos podían tener.
Varios calendarios se volaron hasta que tuve que asumir que esa edad solo existía en las fotos y ahora era yo la que repetía ese ciclo, sin descendencia pero adulta al fin. Esa vida medida en cifras, en períodos de treinta y siete u ocho años incluirán para siempre a los treinta y ocho años de casados de mis padres, inmortalizados en un «hasta que la muerte los separe».
En ese momento en que no existe la posibilidad de mirar para adelante. Cuando un punto final se instala como una zanja en el camino me detengo y un torbellino de imagenes empieza a aparecer en bucle, imagenes que conforman una escalera descendente de años hasta que la vida nos vé cruzando la plaza de los bomberos de la mano y yo ya no recuerdo si era necesario ir de la mano o si lo hacíamos de puro placer.
El tiempo insistente y tirano instala frases que todo lo empeoran, «trabajó cuarenta y tres años y desde hacía uno que estaba jubilado» o la tan triste y real «no llegué». La reducción de toda una vida a ese momento de alquimia que de un minuto al otro se lleva a una persona dejando un silencio eterno flotando entre un pensamiento y otro, me sorprende. Hay una contradicción en esa convivencia del punto final con el para siempre.
La mente y los mensajes de texto, voz, whatsapp, facebook, instagram, telegram, etc generan una espontánea explosión de imagenes desordenadas, inciertas e incluso irreales. Tras ellas un recuerdo, dos, una idea, una anécdota aprovecha para presentarse. El tiempo vital se encarga de hacer florecer otro orden distinto al cronológico, al cronometrado.
Desde hace años ya, (y seguimos con los años y con esta nueva costumbre de nombrarme vieja que me ha entrado no hace tanto), que establezo estrategias para identificar si un texto es mío o no. Titulo carpetas, firmo mis apuntes, ordeno mi ordenador como si de un tesoro ajeno se tratara porque ya me ha pasado y temo volver a dudar frente a un texto sin saber si este es mío o no. De igual manera me pasa estos días con las imagenes, con los recuerdos, con las frases todas. Estoy acompañada porque así se pasa mejor y aparte porque cuando estoy acompañada no lloro, pero entre charla y mate, paseo y bondi, un archivo de imagenes en loop se suceden de manera holográfica y yo tiro manotazos de ahogada convencida de que más tarde o más temprano no me voy a acordar.
Es que al final sucede que la muerte instala un corte en el tiempo como una perpendicular a la línea de la vida y ese golpetón que divide los mundos como una frenada abrupta de esas que te dejan el pecho sentido y la garganta al borde de quemarse con el cinturón de seguridad, se vuelve el colchón en el que rebotan una detrás de otra con un claquéo las imagenes pasadas. Esos tiempos ya vividos que de un lado veo como en forma de acordeón se reúnen y rebotan contra esa perpendicular dictadora que todo lo corta. Veo a ese acordeón retorcese sobre si mismo hasta volverse un cono que gira y gira pinchando a la perpendicular con severa punta, mientras del otro lado absorbe objetos obsesionado en ser tornado.
Mi papá se murió muy rápido, como apurado. Yo lo veía envejecer por telellamada, lo sentía ronco, lo sentía ido y cada tanto se lo decía. Respondía que no se había dado cuenta que iba a cambiar, que ya no me iba a dejar de responder, pero a nada de eso se desconectaba de nuevo. Pensamos que era una depresión, eso que yo llamo tristeza vieja. Las tristezas viejas son esas que no logramos curar y cada tanto nos visitan. Pero no, un cáncer inconmensurable se había alojado en su cuerpo como un discreto espía y el día que se hizo ver ya era tarde. La misión estaba cumplida. El tiempo…siempre él. Macho y de pito corto.
Quienes nos quedamos elegimos la tranquilidad de saber que no sufrió, que la bestia se lo llevó en días, sin poderse explicar, sin llegar al dolor. Esa es nuestra única traquilidad. Durante los pocos días que duró la certeza de saber que el tiempo no era lo que sobraba mi preocupación rondaba en qué era lo que sabía él, qué le decían, qué entendía, cómo lo tomaba, cómo se lo iba a decir. Pero no llegué y todas esas preguntas se desgranaron en el aire.
Sé de buena fuente que mi viejo me quiso como no quiso a nadie en el mundo, se cansó de repetirme su amor y su constante admiración pero también sé que sufrió mi partida como un abandono. Uno que discutimos en sendas charlas acerca de la libertad y el egoísmo y que creí sería tema saldado ante su inminente visita. Pero esto no pasó.
De mi papá me quedó el amor por la música, sus vinilos de Queen, Jeremías pies de plomo y The Beatles. Sus libros comunistas que creí entender cuando aún no me sabía lavar los calzones. Una charla volviendo de la ACJ cuando le dije que yo sabía lo que era una puta y casi atorado me pidió que le explicara, así que le tuve que decir que eran mujeres que tenían sexo para ganar dinero. Otra en la que le dije que lo quería más que a nadie en el mundo y él me explicó que eso en la vida va cambiando y que mañana ese lugar sería para mi mamá. Lo recuerdo haciendo chistes desatinados, caminando kilómetros sin plata para el boleto, deslomado en una fábrica para sumar al pan. Lo recuerdo militando. Yendo a buscarme en las madrugadas adonde fuera, respetando el acuerdo que decía que yo lo podía llamar y él no me iba a juzgar. Y así lo hacía, repartiendo amigos borrachos, paseándome los domingos en la mañana para que mamá no notara mi resaca o abriendo todas las canillas para que no oyera el vómito.
Lo recuerdo trayendo el desayuno a la cama, preparando el té de las gripes y las bolsitas para las contracciones de mis menstruaciones. Tomándome la mano y masajeándome la panza mientras yo me retorcía de dolor.
En las casas que ya no habitamos resuenan los ronquidos y el chirrido ese de los dientes que atraviesan las paredes. La tos de la mañana, el carraspido del pucho que al día de hoy no puedo oler de lejos y que en las mañanas me hace cruzar las cuadras con tal de no compartir vereda con un fumador. En otras ya lejanas se quedaron las disputas de mediodía, las peleas y una Navidad que dejé la casa al grito de comunista aburguesado.
Entendí de grande que mis padres eran personas, con ellas sus limitaciones y yo, su primer experimento. Para mí fue el cariño y la severidad, para mi fueron las millones de cajas de juguetes y la precariedad. Para mi fueron la decena de mudanzas. Para mi fue el estimulo temprano y el entendimiento tardío.
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