El gato gris atigrado seguía en la ventana, por más que le explicara que esta no era su casa, que lo echara, lo dejara sin comer y emitiera sonidos agudos, él continuaba con su actitud estoica del otro lado del vidrio, demostrando que nada lo haría recular. Se sabía usurpador, insistente, pero sobre todo convencido y militante. Lo vi parado con el mentón en alto, la mirada fija y algún maullido de ritmo espasmódico mientras a su alrededor todo se volvía blanco.
Aquel día que vi caer la nieve, algo en mí cambió.
Fue esa misma tarde cuando salí de Montreuil camino al Este un poco antes de lo normal y siempre más tarde de lo planificado. Esa tarde, luego de encontrarme con Thomas y repasar entre los primeros cafés que aromatizan la mañana, los mismos que con los años se fueron amalgamando entre los huecos de la madera de aquel rincón de paz, que discutimos sobre los principios de su ya avanzado vegetarianismo. En esa mañana, que como otras rápidamente transmutaba en mediodía una y otra vez y desbarataba en mí todo lo que hasta entonces había forjado como orden, me encontré envuelta sin remedio en una charla circular sobre las especies, la injusticia, la salud y finalmente las decisiones personales atiborradas todas en los puños de la más tirana. Revisé lo que para mi era ética para no entregarme al nihilismo que tras los primeros fríos pedía cama, té y olvido. Ya en camino, con la charla al hombro, me lamenté por la cara de vaca cubana, la perra Laika, el hígado de pato, la oveja Dolly y el paté de conejo virgen, sin olvidar a la industria que va de nociva a sanguinaria. Vi pasar la estaciones de metro y decidí volver a Varlotta, quien tampoco había logrado sobrevivir más de dos semanas en esta ciudad, pero a minutos de sentir no sé que orgullo ridículo en el pecho retomé en mi mente el recuerdo de su trilogía y aquél libro que optó llamar elegantemente París y supe que él no precisaba una vida en esta tierra para pasar a la historia. Luego, al menos por un rato dejé de pensar boludeces y volví al relato de Varlotta, ahora ya no era un gato quién vivía del otro lado de la ventana, una rata y un gorrión hacían nido. Y detrás de la descripción de sus cómicas caminatas y tras arrojarles pan mojado desde un patio porteño, me habló. Discursando sobre la vida y la muerte toda, la temerosa muerte que llega impresa en la etiqueta de expedición. Y entre tanta idea, tanta imagen alojada en mi zoológico mental, no pude concentrarme ni en una reflexión, ni en la otra, porque antes de concluir la primera y acabar de leer la segunda, me vi llegando a esa plaza, la de los vagabundos, los cerezos secos, las estatuas flacas y el nido de ratas, que más que nido es reino donde no sé si Varlotta estuvo, sospecho que pasó, se sentó y huyó. Quizás al ver el reino todo amontañado de roedores de cola larga, perdió su idea sobre la elegancia de esta especie y decidió volver a su país natal. Miré la plaza una vez más, pensé que de tanto precisar de ellas para mantener el equilibrio de nuestro ecosistema nos habíamos convertido en su mejor metáfora; luego volteé imaginando que de tan solo quererlo podrían formarse cual gigante en celo, una sobre la otra, unidas como un ejército, y ante mi vista apareció Varlotta doblemente temerario incapaz de comprender tanta agresividad. Pero ya no volví la vista y tampoco pensé porque a nada de repensar la existencia, el orden, la injusticia y las plagas, de buscarle la vuelta a ese cubo Rubick que en un sábado de sol nos tranca empecinados la salida al exterior, una paloma cayó del cielo. Descendió abruptamente en el asfalto, precipitándose en el centro, donde las rayas marcan la mitad. Inmediatamente miré arriba, pero nada, parecía venir de ninguna parte, como si de lo alto se le hubiera escapado a San Pedro, como si pudiera haber chocado contra un avión. Cayó aplastada, muerta, hecha puré, sin forma, que es como decir sin espacio para la piedad. Y fue entonces, o quizás unos pocos minutos más tarde, mientras aún buscaba una explicación para la muerta en las alturas, que un camión la aplastó, explayando así el nacimiento del verbo re-aplastar; aplastó todo aquello que era pecho, que fue lomo, cuello, cabeza y pata y ya entonces pluma y sangre, polvo. Un estado de shock invadió mi visión de testigo, pensé en el gato sin nombre, en sus súplicas y mi incomprensión, en los asados, los excesos, en Calprica, sobrecargada de imágenes, pensamientos y asociaciones varias. Así que entré en el 110 de la rue Strasbourg, intentaba dejar del otro lado de la puerta la sangre, la culpa de la especie, la peor especie, aquel lunes temprano pero siempre más tarde de lo planeado, pero al salir, horas después, cuando todo podría haber sido olvidado, un cuadro que cerraba el caos de una cadena por siempre injusta se aclaró antes mis ojos. Cuando un cuervo, no un mirlo, no un simple mirlo, un cuervo luciendo su plumaje peinado y negro con el pico duro y más negro, se regocijaba en las tripas de la antes caída en desgracia. Supe aquella tarde del primer frío que el invierno estaba llegando, sentí en la radio que la guerra se acercaba a donde entonces vivían las antenas y supe así, alucinada ante ese almuerzo, que somos nosotros sí quienes resumimos lo peor de cada reino, que el cuerpo vivo o muerto es en tanto que alimento, envase de una cadena de devoros que nada recordaba a lo justo, portador y signo de todos los consumos, olvidado de lo sublime sucumbía abriendose paso en lo perverso.
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